martes, 21 de septiembre de 2010

En la anodina mañana del 13 de julio de 1937
apareció en los titulares de los periódicos franceses
una noticia que le disputaba espacio al
trigésimo primer Tour de Francia.
Tres hermanas juraban haber matado
al mismo hombre,
su empleador: el sr Bradomín.

Minutos antes de econtrarlas algo serenas
en el sofá de la casa de los Bradomín
la policía recogía al pie de los indiferentes acantilados
el cuerpo sin vida y sin gracia de la señora Bradomín
advertidos por medio de un llamado telefónico
realizado unos instantes antes
por una de las hermanas asesinas.

El sr Bradomin…tenía dos balazos
que le habían destrozados el esternón.
Se hallaba rígido sobre el sofá
mirando las preciosas molduras del cielorraso.

La opinión pública se dividió entonces
entre una simpatía hacia esa alianza entre hermanas
y el aliento de una condena que terminara
fatalmente para ellas con la muerte.
El juicio concitó menos interés que
la noticia de la muerte de los Bradomín.
Las hermanas sostuvieron con puntillosa obstinación
que el Sr. Bradomín había abusado
durante mucho tiempo de la más chica de ellas
y a pesar de lo verosímiles que sonaban
los jurados, tendieron
durante gran parte de las audiencias
a desconfiarles.
Pequeñas discordancias entre ellas
comenzaron a aflorar
junto con la aparición de una fotografías obscenas
encontradas en el fondo de un placard.
La más grande de ellas lloraba continuamente.
La del medio destilaba un odio consumado,
mientras que la más chica hablaba de una cuarta hermana
que nunca se pudo probar que existiera realmente.

El 5 de mayo de 1938
separadas cada una en distintas celdas
recibieron con particular indiferencia
al capellán de turno.
La más grande musitó inaudiblemente
una oración
Guardó sus anteojos en uno de los bolsillos
Y ni siquiera escuchó
el descerrajarse al unísono el fuego
que perforándoles el pecho
acabo con sus vidas.

En su celda, estaba casi sin usar
un tocadisco en una primorosa
caja de caoba que había pedido
como último deseo antes de morir.

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